Todo parece indicar que el Congreso va a tener que esperar al 1º de marzo para reanudar sus actividades.
Recordemos que el año parlamentario tiene un período de sesiones ordinarias que, desde 1994, arranca en esa fecha y se extiende hasta el 30 de noviembre. Para los otros tres meses el menú de opciones puede ser la prórroga de sesiones ordinarias por el lapso que se considere y/o la convocatoria a sesiones extraordinarias. La diferencia entre una y otra opción es la posibilidad que tendría el Poder Ejecutivo de controlar la agenda del Poder Legislativo exclusivamente en lo que se refiere a los proyectos de ley.
El período 2008/2009 parece ser, a primera vista, inusual: hubo prórroga en diciembre, y enero y febrero son oficialmente de receso parlamentario. De acuerdo a una investigación de Guillermo Molinelli publicada en 1986 en la Revista de Derecho Parlamentario, en el siglo XIX lo usual era justamente esto: se prorrogaban las sesiones por varios meses, y no había extraordinarias. Se debe hacer notar que antes de la reforma de 1994, el período ordinario corría entre el 1º de mayo y el 30 de septiembre, por lo que el Congreso podría tener siete meses completos de inactividad (Molinelli señala que esto se dio en ocho oportunidades). Durante el siglo XX, los presidentes parecieron “descubrir” esa posibilidad de manejar la agenda del Poder Legislativo, por lo que lo común era la convocatoria a extraordinarias sin prórroga de las ordinarias.
Estos veinticinco años de funcionamiento ininterrumpido del Poder Legislativo parecen haber formado la imagen de un Congreso que permanece "abierto", haya sesiones o no en forma efectiva. Aunque no sorprendió a muchos que en enero no haya habido actividad, que transcurra febrero de esta manera es signo del fin de los tiempos.
Es verdad que el período de receso tiene una tendencia marcada a su acortamiento. Hoy por hoy, la visión es exactamente la contraria a la que, por ejemplo, tenía Locke, uno de los padres de la idea de la división de poderes. Para este autor era hasta peligroso que los legisladores estuvieran reunidos en forma permanente. La aprobación de la ley llevaba relativamente poco tiempo, y era necesario observar cómo se desenvolvía en el tiempo. En nuestro caso, el receso parlamentario cada vez se parece más a la/s feria/s judicial/es. Aunque con creciente grado de dificultad, se acepta más que los jueces tomen sus vacaciones masivamente en enero y julio a que lo hagan los legisladores, siendo que unos y otros son igualmente empleados del Estado, en cierto modo. (Sí, sí, tienen funciones bien distintas…) Pero a los parlamentarios se les agrega una exigencia más: la necesidad de que ocupen en algo útil el lapso de inactividad. Ramón Columba, en El Congreso que yo he visto, recuerda con admiración el viaje que Alfredo Palacios realizó junto con otros senadores al Norte Argentino “en su afán de conocer la situación afligente de la población infantil” durante “las vacaciones parlamentarias de 1936” (pág. 150). En otras latitudes, sucede algo parecido. Fijarse en esto y en esto.
Podría ser interesante retomar la idea del “período de observación” de Locke. La exigencia de la actividad constante, del “hacer, hacer, hacer”, no deja lugar para la reflexión. Sí, ya sé, la imagen es justamente la contraria a “hacer, hacer, hacer”. Aunque a veces parece ajustada a la realidad, las más de las veces está maliciosamente exagerada. Y como a todo se lo considera urgente desde hace años, no hay forma de justificar la pausa.
Con un Congreso ausente de los medios, algunos recurren a generar hechos políticos para la tribuna (La Nación de hoy). Los otros difícilmente estén reflexionando. Mientras tanto, se estarán preparando terribles artículos para ser publicados en los diarios sobre este ¿inusual? mes de febrero. Vaya este pequeño aporte como referencia para la lectura de esas “noticias”
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